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La mejenga de  “Guilas” y otras fintas


De entrada debo decir que disfruté y recomiendo esta serie de ocho vívidos relatos, resumida en la acepción de Guilas como niños -es decir, cipotes o chiquillos- (y no en la más reciente de “la guila” por la novia, con cierto dejo machista); palabra pegajosa y concepto evocador, que en ambas definiciones tiene una connotación paternalista. Mas no por sus discutibles méritos cinematográficos sino por su certera mirada nacionalista, evocadora y refrescante, aunque superficial, e incluso maniquea, de nuestra condición de “ticos”. Quizá muy oportuna ahora que el nacionalismo se desborda con nuestra quinta participación en un mundial de fútbol (¿acaso hay algo más nacional, más abarcador, que la Sele?).


Fui a ver Guilas, de Sergio Pucci, a sala llena en el Cine San Pedro y me llamó la atención cómo participaban los espectadores en las escenas, desbordando sus emociones, algo inusual que ya había visto con nuestra Gestación, de Esteban Ramírez, la que tuve el gusto de coproducir. Fervor que no lograron tres previas realizaciones que al igual que Guilas, ruedan con el fútbol. Italia 90 se montó en la legendaria participación de la sele (cción) de fútbol en su primer mundial. Pese a usar un tema tan emotivo y eficaz, no satisface por sus carencias técnicas, artísticas y, sí, futbolísticas. Sobrevivió a pura nostalgia y wishful thinking. Luego su prolífico director Miguel Gómez sí logró explotar una marca consolidada a través de la televisión en el extenso sketch de la Media Docena, Maikol Yordan, del que se anuncia segunda parte, ya sin Gómez. Mejor hecha, mas falta de verdadero aliento, especialmente en su segunda parte, y sesgada por el puritanismo religioso que la financió, Un hombre de fe, retrato del excepcional guardameta nacional Keylor Navas, “se deja ver”, como decimos, mas su calidad artística está a leguas de distancia de la deportiva de uno de los mejores jugadores del mundo y ser humano admirable en sus logros profesionales. Ambos son, evidentemente, productos comerciales que aprovechan la pasión futbolera que todo lo devora en estas tierra donde, como recién le leí a Jaime Robleto, hace falta triunfar en grande afuera para no ser destrozado adentro por la poderosa envidia y la constante serruchada de piso que caracteriza a esta sociedad. Anunciado como un antes y un después, su mediocre paso por la cartelera es fiel reflejo de la insustancial Marcos Ramírez, de Ignacio Sánchez, desprendida de un texto legendario (del comunista Calufa) con el que no guarda relación. Es un híbrido que carece de alma y se ahoga en publicity (la que por dicha no irrumpe en Guilas). Que el guión ponga a la bella a invitar a su fiesta íntima a los bullys de su querido hermano es un despropósito ejemplar en una obra que, pese a la buena factura de imágenes y al esfuerzo de los desiguales intérpretes, digamos que no pasa de la media cancha.



Mas que una película, Guilas son ocho cortos agregados, siendo el último el que vincula a los actores principales de los anteriores. Tienen en común que todos los protagonizan son varones jóvenes y gira alrededor de sus travesuras. Cada uno representa a una de las siete provincias, y se vuelve a la Puntarenas del inicio para el final. Pienso que faltó idear una introducción y establecer continuidad entre las narraciones, que solo están puestas una después de la otra. Mas el público perdona esto y la inverosimilitud de varias situaciones, pues se deja atrapar por los elementos idiosincráticos y por la frescura de la puesta en escena y las interpretaciones. La gente quiere ver eso en pantalla. Y lo agradece. Hay un acierto enorme en la sencillez y la inocencia de las anécdotas y su puesta en escena. Sin embargo, siento la obra festinada. Lástima que no se la tomaron más en serio, que no pulieron forma y fondo para lograr no solo el meritorio y explicable éxito de taquilla, sino un producto más acabado y perdurable.


Éste espectáculo no cae en las retorcidas, inverosímiles y desagradables farsas y majaderías de otras obras diz que populares, como El sanatorio y la segunda parte de El cielo rojo -un fracaso estrepitoso-, también de Gómez, y El país más feliz del mundo, de Soley Bernal, cuya primera sección es más potable que la ridiculez en el bosque, pura estulticia. Por cierto, ojalá Soley, con el empuje que la caracteriza, logre realizar su anunciado filme sobre Parmenio Medina y su asesinato; en otro tono, claro.


Cuerpos de hombres, cuerpo de mujer


Guilas acierta con niños pícaros, que despiertan ternura y simpatía. No como en las mentadas, donde nos atragantan con pseudo estrellas de la farándula local.


Quizá porque los autores -los hermanos Pucci- explican el origen de los relatos en cuentos de su padre (por cierto, un muy destacado fotógrafo), solo dos mujeres protagonizan la obra. En Cabin in the watta (Limón, claro; con el nombre de la pieza calipso de Walter Ferguson -cada relato se identifica mediante una canción-), la mejor y más diferente, una niña es compañera del niño en su hermoso proceso de buscar alimento en la costa de Puerto Viejo, para luego servirlo en la modesta fonda familiar. Éste es un corto excepcional, donde la buena fotografía de todo el filme logra sus niveles más altos, tanto en la descripción de sus afanes como en el vuelo poético con que observa la exuberante naturaleza y la acogedora cultura. No hay “tortas” en ésta más si un itinerario hermoso y sorprendente. La otra niña aparece al final, como objeto de deseo masculino. Esto es natural y a la vez patriarcal; vale que el filme destaca su habilidad en el fútbol como un atractivo culminante, trastocando los roles de género. Pese a lo improbable, es un acierto unirlos a todos en una mejenga desmelenada, como tantas, ésta en Mata de Limón, con énfasis en lo lúdico, lo amistoso, lo desenvuelto; justamente a la orilla del mar.


Es el opuesto a un valioso, incómodo e inquietante filme nacional, Medea, de Alexandra Latishev, recién en cartelera -a la que debiera volver-, que también recomendé ver, por razones opuestas. Destaqué en un post en mi muros de Facebook la audacia de Medea, tanto conceptual como formal y su coherencia interna. Cómo logra este filme tan femenino (con dos buenos actores secundarios) construir una atmósfera tan claustrofóbica—para colmo la vi en primera fila de la salita del Magaly (o quizá mejor)—y retadora. Planos cercanos, cerrados, un cuerpo femenino que se arrastra, se retuerce y se rebalsa; un dato clave que se elige entregar desde el inicio. Filmada en espacios interiores de una cotidianidad grisácea, donde los contactos humanos son cubiertos con un velo de superficialidad que nunca se descubre, observamos una voluntad indecisa que quiere romper las cadenas. La coloración es acorde al tono del relato circular; la imagen y la música son angustiosas; opresivas. Y revela bien la incomodidad de esa mujer con un embarazo no deseado en contraste con el empoderamiento de los chiquillos dueños de su cuerpo y de sus acciones, incluso las indebidas, donde el conflicto es nimio.


Medea—muchas mujeres como ella—sufren un rol impuesto que no se discute y se naturaliza pese a que corresponda a procesos económico sociales evidentes y a la vez ocultos. La notable actriz que es Liliana Biamonte (también adecuada en El sonido de las cosas) lleva con acierto esa carga; ese fardo emocional y físico. Jurgen Ureña escribió una apropiada introducción a este filme que evoca la mitología griega, no la anécdota sino la construcción social. Como conversé con el buen amigo Mario Giacomelli a la salida, es un enfoque acertado y logrado. Obvio que quizá se pudo—ideal a posteriori—afinar o profundizar detalles y aspectos. Mas, así como quedó, es una obra redonda y significativa. No sobra decir que además es encomiable su atrevimiento y tesitura en este medio de hipocresía y mojigatería donde la sola palabra aborto despierta la iracundia patriarcal, mientras miles de mujeres sufren horrores no solo debido a la legislación represiva e incompleta-, también debido al corsé de la costumbre y la ancestral imposición de roles de género. En buena hora que se de un paso tan firme en un tipo de cine que crea una atmósfera y traza sentimientos, que con sus grandes diferencias, también veo en obras estimables como la mencionada El sonido de las cosas (A. Escalante), Espejismo (J. M. González), El mayordomo (C. Caro) y Abrázame como antes (J. Ureña).


Por varias y diferentes razones, como arte cinematográfico y como texto crítico sobre género, mucha gente debiera ver Medea, que por supuesto recomiendo y debiera tener otras oportunidades de exhibición. Con otros logros recientes como Presos y Violeta al fin, que tienen otro estilo narrativo, vemos que la producción audiovisual costarricense muestra varios resultados admirables (que también hay mamarrachos). Y por otras razones, por su acercamiento ingenioso y cálido a lo nacional, por cierta inocencia y ligereza del tratamiento, porque los intérpretes con ser disímiles y a veces inexpertos cautivan y hacen reír de buena gana, mucha gente va a ver y a disfutar de Guilas, un filme curioso, ligero y agradable.


Y, también, aunque no es nacional, aprovecho para recomendar la notable Tully, que explora con franqueza, buen humor y perspicacia el tema de la maternidad. Los ya probados como director Jason Reitman y como guionista Diablo Cody aciertan de nuevo en su análisis de la familia (como en Juno, El cuerpo de Jennifer y Joven adulto). A Tully le hice un cineforo muy provechoso en el Cine Magaly, pues se presta para una muy rica discusión. ¡Qué disfruten del cine!



(*) Académico jubilado de Estudios Generales

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