Temporada de Oscar: El amor afirma la diversidad
La desagradable campaña electoral delata el sonado fracaso de nuestra educación; por doloroso que sea, no lo debemos obviar. La ineficiencia del estado y la empresa privada prueba la deficiente capacitación; mucha gente es individualista, obsesionada por el lucro e incapaz de vida en comunión. Peor aún, el revoltijo de acusaciones hace más visible las tramas de la corrupción, ya institucionalizada, y lo más grave, la competencia sobre quién es más sectario y dogmático muestra la pobreza intelectual y espiritual de los candidatos y de masas, sumidas en la ignorancia y presas del consumismo, que estos manipulan mediante el miedo y el tribalismo agresivo. Poco logran las universidades públicas, pese a empeños admirables como los Estudios Generales, y fuera de éstas el panorama es desolador. Como en los Estados Unidos—e impulsado por los conservadores de allá—el autoritarismo, armado de dogma religioso, corroe la endeble democracia y envenena el tejido social; el resto de América Latina está en el mismo marasmo, sometida a violencia estructural y simbólica. El tema es planetario, nuestra especie depredadora arrasa el mundo con vocación suicida, aunque algunos sí viven con loable respeto y armonía (como en los Países Bajos y Nueva Zelanda, de lo que conozco).
Sumidos en la sexta extinción masiva y víctimas del fanatismo malhechor, el arte sigue siendo indispensable; una forma radical y eficaz de educar (la mejor solución posible). Y el cine, con su riqueza y alcance, ayuda a salvarnos de nosotros mismos. En ese contexto, recomiendo algunos filmes recientes e insisto en la urgencia de que la gente vea buen cine. Si no alimentamos la conciencia crítica y promovemos el ejercicio de la libertad (responsable por definición) nos seguirán devorando el miedo y la ignorancia.
El Festival Internacional de Cine local deja dudas en su organización, mas se reconoce que ofreció filmes valiosos. Fue un acierto inaugurar con La cordillera, meditada denuncia de cómo casi siempre nos traicionan los políticos. El filme argentino, realizado con esmero por técnicos e intérpretes avezados—con el magnífico Ricardo Darín a la cabeza—expone el caso del presidente Blanco (¡hum!) cuya pretensión de honradez resulta, como aquí, una farsa. Si bien es demasiado seco y formal su relato, vale cómo liga lo familiar con lo público, mostrando las fauces del poder y el papel nefasto de los Estados Unidos. El clímax con la hija recuerda una escena en La historia oficial, cuando al macho brutal se le cae la máscara en esta familia tradicional. El mismo evento nos trajo el documental Chavela (Vargas), que explora la azarosa trayectoria de una mujer que huyó del machismo y la tontería de la Costa Rica de antaño y se refugió en un Méjico más abierto, aunque también enfermo, dejando con su personalidad arrolladora un legado musical sorprendente y dardos clavados en la moralina opresora. Ya lo había visto en San Francisco (ganó el Premio del público en Frameline). Aquí debiera exhibir—¡qué desgracia con empresarios que se limitan a reproducir el peor Hollywood!—para recordarnos, con horror, que la misoginia, la mediocridad y la doble moral que padeció siguen dominando este país del hipócrita “pura vida”; incluso, que ahora vamos para atrás, enfrascados en cacerías de brujas y desentendidos de la desigualdad que ceba esos odios. También proyectaron la original y lapidaria Sueño en otro idioma (Premio del público en Sundance). El afán de un antropólogo por salvar una lengua aborigen que ya solo hablan tres ancianos—amplia metáfora sobre la destrucción de culturas y naturaleza—nos lleva a un filme bellísimo, donde el misterioso paisaje natural que habitan y el de sus almas atormentadas se hacen uno, lleno de magia y simbolismo. El peso pavoroso de los prejuicios destruye una magnífica amistad homoerótica y sume en un silencio de muerte a sus víctimas inocentes—el mismo concepto con que concluye la incisiva Y tu mamá también—.Un filme así podría mover montañas de tabúes y despertar sensibilidades profundas si se incorporase a los procesos educativos de tanta gente que vive prisionera de la estulticia y la soledad, como Los hámster. El estupendo corto El tigre y la flor (visto en La Habana) explora esa tensión entre añejas tradiciones y rituales—con su utilidad social—y los afectos humanos que las subvierten--la amistad es libertad y lo que realmente nos hace trascender—(los cuatro son mejicanos).
Lo bueno de lo malo—en este caso el gobierno atroz de Trump—incita a examinar los modelos sociales que lo posibilitan. Suburbicón lo hace con destreza y sin asco y asocia una espantosa familia tradicional—de padre adúltero, ladrón, asesino—con el pueblo modelo de posguerra que alberga un horripilante racismo (hechos reales, en 1957, como vemos asimismo en la implacable Detroit). Es tan dura que el público no la soportó (como nuestro Password/Una mirada en la oscuridad aquí). Pero, sin ser perfecta, es muy válida. Su equivalente a la flor en la esquina del mural Guernica de Picasso es la amistad de los niños; como la reconciliación de estos y no los adultos en Carnage. Menos lograda, mas con ideas estimables, Pequeña gran vida también habla de muros de odio y políticas de exclusión, además de subrayar la catástrofe ambiental que la avaricia sigue cebando. En la sugestiva Colosal, un argumento semejante al de Godzilla, el monstruo que asola una ciudad sirve para una sagaz disección del machismo y su espernible violencia, donde el personaje de Anne Hathaway lidia con varias versiones de esa consecuencia de la partición en géneros que la división social del trabajo ha impuesto y los conservadores procuran mantener a toda costa para conservar privilegios. Como también en la genial Tres anuncios por un crimen (que analizaré en marzo). En cambio, en el despliegue de virtuosismo técnico y deslumbrante belleza visual de El gran showman se pierde el interés en el paradójico individualismo del protagonista y su clásico circo de gente rara, dado lo trivial del enfoque.
Buenas esperanzas (The Other side of Hope), del finlandés radicado en Portugal, Aki Kaurismaki, resume estas inquietudes y nos alienta con prudencia. Una realización impecable, un relato fluido y austero, y una certera comprensión de la condición humana nos convencen. La amistad improbable entre un joven refugiado sirio y un maduro empresario nórdico, forjada entre las discordancias del estado benefactor y la amenaza nacionalista, son el faro y espejo en que nos podemos apoyar para una reflexión, ésta sí, moral. Un filme maravilloso que de tan lejano en apariencia es tan cercano en realidad. Lo diverso nos define y, paradójicamente, nos une.
Aki Kaurismaki, directo de cine finlandés, radicado en Portugal.
(*) Académico jubilado de Centro Estudios Generales-UNA