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Violeta al fin: La vejez es libertad

Un relato sencillo y agradable nos convence y resulta en una de las mejores realizaciones del cine costarricense. Película amable y más profunda de lo que a simple vista parece, que se recomienda con entusiasmo y con certeza.

Durante un cuarto de siglo la directora Hilda Hidalgo, de sólida formación y amplia experiencia, acarició este tema que le inspiró su madre, a la que recordó con respeto el día del estreno. En este caso, esa cercanía personal nutrió el trabajo creativo.


De entrada, nada contra corriente pues los jóvenes dominan las pantallas y no es fácil ofrecer al público una protagonista setentona. Sin embargo, encontró una actriz ideal en Eugenia Chaverri, que encarna a Violeta—propicio nombre de planta y color—de forma natural, con alegre picardía y una dulce y serena firmeza.




Mayor, divorciada, vive sola en la casa de sus recuerdos en Barrio Escalante donde se desprende de prejuicios y tienta la aventura de alquilar habitaciones. Como es usual, sus hijos y exmarido se oponen en esa típica manía de imponerse a los viejos como a los niños y en asumir que los ancianos son unos inútiles, lamentable costumbre nuestra, tan distinta a la tradición oriental o africana. La acción dramática la desata el peligro de perder la casa, en una oportuna crítica a la forma en que operan los bancos en nuestro país. Sobresale sin proponérselo el personaje de la protagonista, y se desenvuelve la actriz con una facilidad que es propia de la maestría. Aceptables son los otros personajes, aunque los hijos algo sin gracia, mas quizá esto es parte de la visión de una obra que cuestiona la rutina. Los niños se empeñan con entusiasmo y su conexión con la abuela es significativa en el marco del patriarcado. Las interpretaciones son satisfactorias para nuestro medio (donde a veces vemos auténticos desastres), mas falta camino por recorrer. Destaca mucho en dos escenas muy logradas el veterano Óscar Castillo, formidable como un ex esposo tristemente tico. El mejicano Sánchez Parra, carismático, se desenvuelve con aplomo. Quizá el guión pudo darle mayor peso al final.


El filme fluye como el agua brillante y ondulada de la piscina donde ella hace deporte, muy bien editado por Ariel Escalante (además, un director interesante). La fotografía del reconocido Nicolás Wong es eficaz y transmite la tibieza y frescura de la realización, con planos detalle hermosos. Sin embargo, pienso que se le pudo dar mayor presencia a la propia casa misma, crucial en la historia. Ese espacio maravilloso de la memoria y la nostalgia que hará vibrar a muchos. Vale que hacia el final tenemos un buen plano de toda la residencia, y antes uno estupendo del palo de mango y sus ramas fabulosas entrelazadas como un Shiva salvador. El color y la luz son muy adecuados para el tono de la historia, donde lo aguerrido de la mujer nunca es excesivo. Hay una sabia moderación en el tratamiento y se evita el sentimentalismo. Otro acierto son las gotas de buen humor que refrescan la narración. Así como los momentos de magia y el sorprendente, audaz y sugestivo final, que eleva el filme a otra dimensión; como logramos de forma análoga en Presos.


Mas lo principal es el conjunto; el retrato hermoso de esa mujer que sin aspavientos desafía convenciones como la prohibición de comulgar para los divorciados—centro de la polémica entre el bueno de Francisco el papa y los conservadores eclesiales—. Un filme realizado con notable sensibilidad, envuelto en una rara belleza, y con observaciones sagaces en diálogos y situaciones. Méritos que podemos rastrear en trabajos previos de la directora, especialmente en Sacramento, La pasión de nuestra señora y Del amor y otros demonios. Un filme que se goza, que reivindica con ingenio la llamada tercera edad y que muestra una notable madurez entre la desigual producción nacional.

(*) Académico jubilado de Estudios Generales-UNA.

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