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Rinden homenaje a Yolanda Oreamuno en el centenario de su nacimiento

El miércoles 13 de abril, la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje y el Instituto de Estudios de la Mujer (IEM) de la Universidad Nacional (UNA), realizaron un homenaje en el marco del centenario del natalicio de la escritora costarricense Yolanda Oreamuno.

Los académicos Yadira Calvo ("Yolanda Oreamuno: rompiendo la medida") y Carlos Francisco Monge ("Los territorios literarios de Yolanda Oreamuno"), recordaron la influencia de la intelectual en el pensamiento de la época, y sus alcances en la actualidad. De igual forma, Gabriel Baltodano, moderador de la actividad, presentó una reflexión sobre los alcances de la obra de Oreamuno, particularmente de su novela La ruta de su evasión.

Como señala la Editorial Costa Rica en la página dedicada a la autora, Yolanda Oreamuno es "personalidad clave en la novelística femenina costarricense, la primera escritora que expone y se rebela contra la situación de la mujer en la sociedad de nuestro país, en la primera mitad del siglo XX".

Como un homenaje del aporte de Yolanda Oreamuno a la literatura costarricense, CAMPUS publica, íntegras, las conferencias de Carlos Francisco Monge, Yadira Calvo y Gabriel Baltodano.

LOS TERRITORIOS LITERARIOS DE YOLANDA OREAMUNO

(homenaje a su centenario)[1]

Carlos Francisco Monge

«Literariamente, confieso por mi parte, que estoy harta, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos, y en cambio sé poco de sus demás palpitantes problemas. Los trucos colorísticos de esa clase de arte están agotados, el estremecimiento estético que antes producían ya no se produce, la escena se repite con embrutecedora sincronización, y la emoción huye ante el cansancio inevitable de lo visto y vuelto ver. Es necesario que terminemos con esta calamidad. La consagración barata del escritor folklorista, el abuso, la torpeza, la parcialidad y la mirada orientadora en un solo sentido equivalen a ceguera artística»[2]. Estas fueron unas declaraciones que una joven escritora, Yolanda Oreamuno, publicó en el Repertorio Americano en marzo de 1943. Tenía ella 27 años y con esa edad un arrojo poco habitual entre los escritores de entonces y, sobre todo, la rara cualidad de saber distinguir el grano de la paja. De esas pocas líneas leídas, entre nosotros hoy podríamos extraer al menos tres rasgos que la distinguieron de sus coetáneos (al menos, los escritores coevos): una, su automarginación consciente de cierto ejercicio literario muy arraigado en la cultura nacional, que asocia lo nacional con la vida y costumbres del campesino, y por tanto con el mundo rural; otra, su inteligencia para hablar de la literatura como un lenguaje, apoyado en una «poética» consciente y deliberada; y una tercera: una tesis moderna para aquellos años, y en Costa Rica, de que la verdadera novela debía ocuparse del mundo urbano, centro neurálgico de la condición humana contemporánea. Esos han sido, en mi criterio, los territorios en los que tuvo que deambular Yolanda Oreamuno durante los escasos veinte años durante los que escribió en su corta vida; y a esos territorios voy a referirme en esta media hora que nos han dado para hablar.

Como bien pueden ustedes suponer, la franqueza de su animadversión contra la literatura folclórica, que hemos oído de la cita, no les sentó bien a muchos de sus contemporáneos; algunos la vieron como un ataque a la novela neorrealista que abogaba por tratar críticamente, y dese una abierta perspectiva política, las condiciones de vida del campesino, del obrero y, en general, del proletariado costarricense, explotado por las grandes compañías transnacionales, con la complicidad de la oligarquía nacional. El novelista Fabián Dobles, por ejemplo, escribió una especie de respuesta al antifolclorismo de Oreamuno, que tituló «Defensa y realidad de una literatura»[3]. Pocos años después, en 1947, otro novelista de la misma generación, Joaquín Gutiérrez, reforzó la tesis de su amigo Dobles, en un artículo que tituló «¿Hay una literatura costarricense?»[4], en el que afirma, con cierta ligereza, que las letras costarricenses fueron «un calco despiadado de los movimientos literarios de la metrópoli», de lo cual extrajo que las plumas que mejor representaban la literatura de Costa Rica estaban en manos de Carmen Lyra, Carlos Luis Fallas, José Marín Cañas, Fabián Dobles y —aunque sin decirlo— en las de él mismo. De Yolanda Oreamuno solo reconoce «la pasión de su pluma» (vayamos a saber qué significaba con eso…).

Si nos detenemos en esos tres escritos (a los que convendría añadir un cuarto: los apuntes que dejó inéditos Roberto Brenes Mesén, con el título «Corrientes literarias contemporáneas en Costa Rica»[5]), parece haber sido un segundo amago de la vieja polémica sobre el nacionalismo en la literatura, de fines del siglo xix y principios del siguiente. La diferencia es que en esta ocasión las fuerzas del debate fueron muy disparejas: por un lado, Yolanda Oreamuno; por otro, todos los demás. De nuevo, a la escritora la aislaron y la dejaron desamparada; y hubo quienes le escatimaron sus méritos evidentes. Abelardo Bonilla, buen crítico de literatura, también había probado su propia pluma como escritor de creación, con una novela de tema urbano, El valle nublado (1944), muy desigual y en nada comparable con la obra de Oreamuno, pero de La ruta de su evasión fue el único que afirmó que era «una de las más audaces aventuras novelísticas realizadas en lengua española, complicada y difícil por su técnica»[6], aunque también matiza seguidamente que «en todas las obras de Yolanda Oreamuno hay audacia de concepción y de forma, pero es evidente la falta de unidad interior»[7].

Pasemos a un breve recuento de entorno literario en el que se movió la joven escritora. Podemos suponer que entre 1947 y 1949, Oreamuno preparó y escribió La ruta de su evasión. Sus biógrafos señalan que había escrito además otra obra titulada Dos tormentas y una aurora (que inicialmente tenía por título Casta sombría, c. 1943). También se mencionan otras obras suyas de incierta existencia (fuese porque quedaron en manuscrito, o simplemente porque se perdieron): Por tierra firme y De ahora en adelante (titulada luego como Nuestro silencio, c. 1947)[8]. En los años cercanos a 1949 (esto es, el de La ruta de su evasión, se publicaron en Costa Rica ciertas obras de particular significación; por ejemplo, una amplia recopilación de los Cuentos (1947), de Manuel González Zeledón, Cuentos de angustias y paisajes (1947), de Carlos Salazar Herrera, Manglar (1947), de Joaquín Gutiérrez, Doña Aldea (1948) de Manuel Segura Méndez, una edición chilena de Mamita Yunai (1949), Puerto Limón (1950), de Joaquín Gutiérrez, El sitio de las abras (1950), de Fabián Dobles, Marcos Ramírez (1952), de Carlos Luis Fallas, y una reedición de Cuentos viejos (1952), de María Leal de Noguera. Como ven, un evidente predominio de la literatura neorrealista, propia de la denominada generación de 1940 en Costa Rica.

Carlos Francisco Monge, escritor y académico de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje, UNA.

En el caso del más amplio panorama, el de las letras hispanoamericanas, de aquellos años señalemos algunas publicaciones indudablemente importantes: Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, El túnel (1948), de Ernesto Sabato, La trama celeste (1948), de Adolfo Bioy Casares, Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias, El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier, El aleph (1949), de Jorge Luis Borges, Los enemigos del alma (1950), de Eduardo Mallea, La vida breve (1950), de Juan Carlos Onetti.

La formación literaria de Yolanda Oreamuno, es algo incierta y difícil de documentar. En buena medida depende de sus propios testimonios, en particular el que se lee en su correspondencia con Joaquín García Monge, Lilia Ramos y Victoria Urbano. Leía con mucho interés a Eduardo Mallea, a Aldous Huxley, a D[avid]. H. Lawrence, a Thomas Mann, a André Malraux, a Faulkner[9], pero por sobre todos ellos, fue una atentísima lectora de Marcel Proust. «Nadie nace sin papá y mamá —le dice a Victoria Urbano, en carta de 1950— pero los míos son otros: Proust, sobre todo. […] Hago confesión de fe en Proust, de admiración ilimitada, de similitud e influencia. La hago con todo gusto y honor. Y si a alguien conozco íntimamente, si a alguien leo con fervor, es a él. Debo decirle que desde que tenía dieciséis años, lo leo siempre hasta no poder decirle cuántas veces En busca del tiempo perdido ha pasado frente a mis ojos. Ya perdí hace mucho la cuenta».

También la crítica literaria le ha atribuido, no sin razón, influencias de Joyce, de Sartre, incluso la de una connotada escritora chilena de esta época, María Luisa Bombal, autora de la novela La amortajada (1938), con la que La ruta de su evasión guarda algunas semejanzas. Aunque Oreamuno negó haber leído a esos autores, hay que reconocer que también existen «papás y mamás» (para seguir con su propia metáfora) indirectos. El acertado empleo del monólogo interior, por ejemplo, no lo extrae de una supuesta lectura del Ulises de Joyce, pero la noción misma que Oreamuno tiene de esa técnica narrativa (muy moderna para la época en las letras costarricenses) es la que formula el célebre escritor irlandés. «Es un poco difícil de explicar, ¿me entiende? —le dice en una carta a Margarita Bertheau—. Uno ata sus ideas y de una saca la otra, luego, para sacarla, tiene que usar la anterior para agarrarse y dejarse descolgar sobre ella. Obsérvese cuando piensa y verá que no piensa como habla y que usa la palabra de la frase anterior para construir la frase siguiente. Eso lo he logrado en los monólogos de la moribunda de mi libro». Esa técnica la emplearon, aunque de un modo más somero y ocasional, José Marín Cañas en Pedro Arnáez (1942) y Joaquín Gutiérrez en Manglar (1947), pero ambos, por razones muy distintas, dejaron de lado estas vías de experimentación discursiva para la narrativa costarricense.

En cuanto a la índole de La ruta de su evasión como novela, la crítica literaria de esos años fue, con sorprendente insistencia, falaz y, por tanto, parcializada. Sopesó en la balanza la novela realista y la novela subjetivista; así, con esos términos. En un platillo, la realista, modalidad que debía tratar literariamente la vida nacional, las condiciones sociales del proletariado rural y semiurbano, en el ambiente tropical de montañas, ríos, amenazas, padecimientos y luchas del ser humano contra las fuerzas naturales, y entre humanos. En el otro platillo, la subjetivista, la otra literatura: la del sofisticado mundo del yo, los conflictos emocionales y psicológicos de personajes aislados, encerrados en sí mismos, sin contacto alguno con el «mundo real», el de la calle o el campo. En ese platillo dejaron la narrativa de Yolanda Oreamuno, sin más. En el artículo citado, Dobles pone en entredicho —aunque «respetamos», dice— que una escritora haga «novela psicologista», porque material para escribir sobre la riqueza cultural costarricense abunda, y cabe lo que él mismo procuró cultivar: la novela popular o vernácula. Marín Cañas —quien siempre guardó afecto por la joven escritora— señala que ella se forjó «una cultura rápida, de lecturas atropelladas, muy influenciada por el movimiento francés de corte moderno, y de todo aquello salió sofisticada […] abstrusa y difícil, desorientada y un poco perdida por dentro, a lo Proust». ¿Perdida a lo Proust? ¿Fue Proust un perdido o más bien un torrente de hallazgos, don José?

El extravío de la crítica consistió en partir de que la novela realista y la novela subjetivista (o psicológica) eran conceptos aparte y excluyentes. La propia escritora, una y otra vez, hizo hincapié en que la verdadera obra literaria es aquella que tratando el tema que fuese —sin etiquetas ni clasificaciones particulares— es capaz de afrontar y mostrar aspectos fundamentales de la condición humana. Por ejemplo, en unos comentarios a propósito de la novela Puerto Limón, le dice a su autor (en carta sin fecha), entre otras cosas: «No creo que exista un libro “americano”, así, con subtítulo. El arte siempre ha tendido a generalizar, o mejor dicho, a realizar las grandes síntesis humanas, y no a destacar un pequeño incidente, un pequeño país, o un pequeño problema. Nuestro regionalismo, como posibilidad literaria, está agotado, o lo estuvo siempre. […] Por mi parte, tampoco creo en el libro americano, cuando ese “americano” se limita a ubicarse geográficamente en determinado punto, y circuye tales o cuales problemas».

Afortunadamente, la posteridad ha sido generosa con la obra y con el perfil intelectual de Yolanda Oreamuno. Entre los primeros títulos de su catálogo, y gracias a la iniciativa de Lilia Ramos, en 1961 la Editorial Costa Rica reunió en un nutrido tomo muchas páginas dispersas de Yolanda Oreamuno. Sus editores le dieron por título una frase de la propia autora: A lo largo del corto camino. Años después, y recién fundada la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa), con sede en San José, apareció en 1970 una pulcra edición de La ruta de su evasión. Con ella empezó a redescubrirse la verdadera estatura literaria de la escritora, de quien se ocuparon algunos articulistas en los diarios costarricenses (García Carrillo, Chase, entre otros). En 1973, un joven profesor, Manuel Picado Gómez, emprendió el primero (y único) estudio sistemático de la estructura narrativa de La ruta de su evasión, apoyado por los más recientes instrumentos conceptuales de la teoría literaria. Fue sorpresa para muchos, no para los jóvenes estudiantes de filología que estaban sedientos de las novedades y la modernización de la crítica literaria. Desde entonces, valiosos estudios académicos han aparecido en revistas académicas especializadas. Aun así, hay dos ilustres profesoras que han dedicado muchas y ricas páginas al estudio de la obra de Oreamuno: Victoria Urbano, autora de Una escritora costarricense: Yolanda Oreamuno. Ensayo crítico, publicado en Madrid en 1968, y varios artículos, acertados y agudos, de Rima de Vallbona, autora, además de La narrativa de Yolanda Oreamuno (1999).

Queda por señalar, en esta breve charla, la proyección y la actualidad de la obra de Yolanda Oreamuno en las letras costarricenses. El tema de las influencias o de la proyección de un autor específico en la literatura costarricense siempre es difícil de reconocer y definir con claridad. ¿Cuánta influencia ejerció efectivamente Aquileo J. Echeverría en la literatura nacional?; ¿qué papel desempeñaron la narrativa de González Zeledón, los poemas de Brenes Mesén, los de Julián Marchena, incluso las novelas de Carlos Luis Fallas, si los ponemos en relación con la literatura contemporánea nacional? Noten ustedes que he puesto sobre la mesa algunos de los nombres más destacados de nuestra historia literaria.

Por lo general, ninguna de esas voces alcanzó el vigor necesario para «crear escuela». En ningún caso estamos ante escritores que consiguieron conformar, con su pluma, una verdadera alternativa, novedosa y rica, que condujera las letras nacionales hacia otros rumbos. Esos nuevos rumbos, en todo caso, vinieron del exterior, y nuestros escritores —los mencionados— quizá solo actuaron, y solo parcialmente, como mediadores. Esto puede parecerles a ustedes excesivo y severo con nuestra tradición literaria, pero la verdad es que el modernismo no se cultivó ni se derivó de Lisímaco Chavarría ni de Brenes Mesén, sino de las páginas que nuestros poetas leían de Darío, de Herrera y Reissig, de Lugones o de Amado Nervo; los maestros del realismo costarricense no fueron ni González Zeledón ni García Monge; fueron Galdós, Pereda, Pardo Bazán, Palacio Valdés (leídos por nuestros primeros próceres literarios, naturalmente), que sin duda la generación del 40 fue enriqueciendo con la lectura de autores más cercanos a ellos: Pío Baroja, Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Blasco Ibáñez, a Tosltoi, a Gorki, y más que probablemente a John Steinbeck y al propio Faulkner.

Yolanda Oreamuno tampoco creó escuela, pero sí dio ejemplo. Leyó y analizó con minucioso cuidado —y otra vez me atengo a su propio testimonio— obras cumbres de la literatura moderna occidental, de su propia época: la francesa (Proust, Malraux), la alemana (Mann), la inglesa (Lawrence, Woolf, Huxley), la estadounidense (Faulkner). Nuestra escritora se refirió en algunas ocasiones a la necesidad de crear una novela moderna, preferiblemente alejada —como ya hemos visto— del folclorismo y de «atavismos raciales» (son palabras suyas). A propósito de la construcción de personajes, Oreamuno sostenía: «El abuso de presentar al personaje novelesco moderno como un pervertido de su propio cerebro, idéntico a aquel que hizo del mismo en otra época un ente ideal y delicado, tan inmaterial que llegaba a ser el pervertido de su propio corazón, es ya, sin duda, un método en extinción. Los individuos de la auténtica novela moderna, la que yo llamo auténtica porque ha asumido su responsabilidad histórica totalmente, no necesitan como condición primaria ser inteligentes o geniales. El tonto, el mediocre, el anodino, el de todos los días, vuelven a sonreírnos confiadamente con caracteres conocidos, y en íntimo contacto con la estupidez, la mediocridad y el anonimato que todos llevamos dentro, en las novelas de hoy»[10] (subrayo). Esta especie de teoría de la novela moderna, que expone y puso en práctica Yolanda Oreamuno, es la que mejores frutos dio a la narrativa costarricense durante las décadas de 1960 y 1970, en particular en las obras de Julieta Pinto (Si se oyera el silencio, La estación que sigue al verano), de Rima de Vallbona (Noche en vela), Carmen Naranjo (Los perros no ladraron, Diario de una multitud), Alfonso Chase (Los juegos furtivos, Las puertas de la noche) y Gerardo César Hurtado (Irazú, Los parques). El neorrealismo, aunque aún persistente, ya empezaba a entrar en lento pero visible declive (Elizondo Arce, Montero Madrigal, Duncan, Durán Ayanegui, Retana).

No se puede afirmar, desde luego, que La ruta de su evasión sirvió como punto de partida en el desarrollo posterior de la narrativa costarricense. A decir verdad, han sido otras las obras más conocidas y las que han dado más que hablar (y que leer) entre los que han estudiado las letras nacionales contemporáneas, y entre los mismos escritores. Basta mencionar títulos como Mamita Yunai, Marcos Ramírez (Fallas), Murámonos Federico (Gutiérrez), Historias de Tata Mundo (Dobles) o los Cuentos de angustias y paisajes (Salazar Herrera). Ha reinado, en cambio, un silencio casi sepulcral ante novelas como Cachaza (Mora Rodríguez), Luzbel (Arias Páez), incluso Ceremonia de casta (Rovisnki, popular autor más reconocido por la farsa teatral Las fisgonas de Paso Ancho).

Vayamos terminando ya. Aunque también puede tomarse como una mediadora (tal como lo acabo de plantar a propósito de otros), es posible que la influencia literaria de Yolanda Oreamuno sea más profunda de lo que se podría ver en apariencia. En primer lugar, porque estamos ante una escritora capaz de haber escrito una novela de innegables cualidades literarias (hablo por la que efectivamente conocemos); con esto quiero decir que ella puso una cota más alta en el desarrollo de la narrativa en Costa Rica, que «obligó», por decirlo de algún modo, a mayores exigencias de parte de quien tomara la pluma y, con ello, una más amplia conciencia de lo que significaba hacer literatura verdaderamente contemporánea. Yolanda Oreamuno, como lo hemos oído de la cita con que inicié esta charla, les dio una reprimenda a los escritores nacionales, en sus propias narices; algunos bajaron la mirada, otros volvieron a ver a otro lado; muy pocos entendieron sus reclamos. En segundo lugar porque nuestra escritora supo reflexionar, con inteligencia y profundidad, sobre la situación, condiciones y perspectivas del oficio literario en nuestra época. Ese es, básicamente, el perfil del escritor contemporáneo, en los mejores casos. No bastan —tengo que afirmarlo aquí ante ustedes— con la espontaneidad, la inspiración, los gestos antiacadémicos, como tampoco la bohemia como programa de vida. Quien escribe, cuando de veras lo hace, al mismo tiempo crea y critica; inventa y analiza; confía en las fuerzas de su imaginación y recela de lo ya establecido, de lo ya dicho; en fin, de las doctrinas inapelables. Puede ser que tal haya sido el legado de Yolanda Oreamuno.

Heredia, 25 de marzo de 2016.

[1] Conferencia leída en la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional de Costa Rica, el miércoles 13 de abril de 2016, en el homenaje al centenario de Yolanda Oreamuno.

[2] Yolanda Oreamuno, «Protesta contra el folklore», Repertorio Americano, xl, 6 (1943): 85.

[3] Fabián Dobles, «Defensa y realidad de una literatura», Repertorio Americano, xli, 18 (1945): 277-278.

[4] Joaquín Gutiérrez, «¿Hay una literatura costarricense? (notas para un ensayo)», Repertorio Americano, xlii, 26 (1947): 414-415.

[5] Roberto Brenes Mesén, «Corrientes literarias contemporáneas en Costa Rica», Repertorio Americano, xliv, 1 (1948): 15.

[6] Abelardo Bonilla, Historia de la literatura costarricense (San José: Editorial Costa Rica, 1967): 328. Cito por la segunda edición, pero esas afirmaciones se reproducen de la primera edición.

[7] Bonilla, 329.

[8] Datos generales tomados del artículo de Rima de Vallbona, «El estigma del escritor», Cuadernos Hispanoamericanos, 270 (1972): 474-500.

[9] De Faulkner se tiene noticia (Vallbona) de que había leído Las palmeras salvajes; sorprende que no se mencione Mientras agonizo (1928), que bien pudo ser un interesante modelo narrativo para la escritora.

[10] Yolanda Oreamuno, «La vuelta a los lugares comunes», Repertorio Americano, xxxvii, 1 (1940): 12.

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